Una crónica dominguera
Llega un punto en el que beber café por placer y no por compulsión es difícil pero todavía más necesario
Es un domingo por la mañana, bastante caluroso para ser noviembre. Una graduación supone el punto y aparte para pasar de la vida universitaria al limbo postuniversitario propio de Pepe The Frog. Es como estar a medio camino de todo: de la vida adulta, de la juventud, de empezar seriamente la vida laboral o encarrilarla por donde realmente quieres… Todos esos pequeños detalles hacen que algo sencillo como quedar con tus amigos sea cada vez más difícil. La hora del vermut se presenta como escenario ideal aunque no deseado. Si por nosotros fuera, como en todos los grupos, las cosas serían muy diferentes. Pero como nos tenemos que adaptar a ‘lo que hay’, decidimos quedar a las 11:00 en La Sagrera. A priori iremos a un mercadillo donde todo está a un euro, pero eso quedará en un segundo plano.
Sorprendentemente, el primero en llegar es este columnista de pacotilla. Ha querido ser previsor con la Renfe pero esta vez el sistema ferroviario no le ha jugado una mala pasada. Tampoco en la vuelta, que también será un espejismo: el tren destacará por su puntualidad. Pero 20 minutos antes de la hora acordada es necesario hacer tiempo, por lo que el bar situado justo a la izquierda de la salida de la estación es ideal. La terraza es óptima para la ocasión porque el sol está presente pero no molesta, por lo que es perfecto para leer. Allí sólo se encuentra una señora, probablemente dueña del bar, que está poniendo una sombrilla y un hombre mayor. Está relajado y sólo se ha pedido una botella de agua porque ya tiene su bocadillo envuelto en papel de aluminio. Transmite paz y desasosiego.
Esas sensaciones que transmite el señor, muy posiblemente jubilado, no motivan la elección de un café con leche, pero sí el cómo disfrutarlo. Quién sabe si es consecuencia de la ansiedad, del hecho de ser autónomo, de la adicción o de la obsesión por su gusto, la elección está más que predestinada. Sin embargo, tener tiempo de espera sólo y compartiendo mesa por delante obliga a beber más lento. Hacerlo por placer y no por compulsión, algo extremadamente difícil cuando en la rutina predomina lo segundo más que lo primero. Pero es priorizando el goce y no la obsesión de tener que avanzar constantemente lo que provoca que todo sea mucho más disfrutable. Tener un libro en mano -en este caso, El fútbol a sol y sombra de Eduardo Galeano– ayuda.
Rebajando las revoluciones propias es cuando uno considera que lo que necesita el mundo en el que está metido, tanto el más general como el particular llamado esports, es menos ritmo. El sector está más obsesionado en evolucionar más rápido a costa de crecer con peor calidad de vida. La frase que niega la relación entre los deportes tradicionales -o más bien sus actitudes tóxicas- con los electrónicos cada vez es más insalvable. Como el objetivo es ser los más rápidos en lugar de hacer las cosas bien, los lamentos aparecen inevitablemente. Inflación en un mercado de fichajes, malas estructuras de entrenamiento, narrativas erróneas… Cada uno es libre de elegir el ejemplo que considere oportuno, la suerte es que hay a montones.
Hablar de una solución es fácil, pero quizás no exista sin que exista la voluntad de mirarse al espejo, o al menos su alrededor. Observar atentamente y forzarse a no ir tan deprisa, a sorber el café con más calma. En medio del proceso de reflexión llega Pau, el segundo en llegar de las cuatro personas que estaremos presentes. Con su llegada queda patente otro aspecto clave: el sector necesita menos hipócritas. Después de incontables conversaciones en las que pone a parir el concepto del trabajo, críticas como la anterior o la necesidad de no autoexplotarse más de lo necesario, este columnista de pacotilla se siente en la obligación de monetizar su momento de espera en La Sagrera.
Después de explicar cómo le ha ido la presentación de un acto, Pau se sorprende viendo la obsesión los apuntes que hace en el bloc de notas del móvil. Delante suyo tiene a un hipócrita de manual: alguien que está en contra de monetizar todo y que sabe que se sentirá mal por lo que está haciendo, pero no para. Para su suerte o desgracia, eso es sólo la punta del iceberg en comparación a otros temas, como por ejemplo, toda la gente a la que «le gustan los deportes electrónicos». O al menos lo suficiente para simular durante un tiempo que la verdadera pasión está en recibir caso en Internet.
Tras el momento de trastorno obsesivo compulsivo, aparece Berta. La última en aparecer será Vero y las dos tomarán protagonismo en la conversación explicando cómo les va en su trabajo, donde coinciden. Ir al mercadillo que está a 10 minutos caminando queda descartado teniendo la comodidad del sol y del café con leche en una terraza. Quizás no sea el plan más estimulante del mundo y tampoco estemos en las mejores de las condiciones habiendo madrugado para trabajar, teniendo que marcharnos antes para seguir trabajando o simplemente tener un buen trozo desde Barcelona hasta nuestros hogares. Pero sí tiene la dosis suficiente para afirmar lo mismo que Pepe The Frog cuando se baja los pantalones para mear con el culo al aire: feels good, man. Un gesto tan menospreciado como necesario en cada estamento en el que nos encontramos.